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El oficio de observar

Columna · 2025

El oficio de observar

Hay un momento en que la mirada deja de ser un gesto automático y se convierte en un acto de atención. No es ver lo que tenemos enfrente, sino permitir que eso nos mire a nosotros. Ahí comienza el oficio de observar: una práctica silenciosa que antecede a cualquier forma de creación.

La mirada también se entrena, como la paciencia.

En el taller, cuando la luz cae oblicua sobre los objetos, uno aprende que no existen líneas rectas. Todo está hecho de vibraciones, de pequeñas desviaciones, de dudas. El ojo, si se detiene lo suficiente, lo descubre. Lo mismo ocurre al escribir: una frase que parecía evidente se desarma en el papel, muestra su fragilidad, pide ser escuchada antes de imponerse.



Observar no es acumular datos. Es suspender el juicio para permitir que el mundo se revele con su propio ritmo. Por eso los niños observan mejor que los adultos: no esperan nada, no comparan, no juzgan. Solo miran. El arte intenta recuperar ese estado inicial, esa forma de inocencia que el tiempo nos fue robando.

A veces confundo la pintura con la escritura. Ambas se sostienen en la lentitud. Cuando pinto, las palabras se disuelven en color; cuando escribo, los colores se transforman en sonido interior. En ambos casos, la mirada actúa como puente. Quizás por eso los cuadros terminan hablándome y los textos terminan siendo paisajes.



Cada día, antes de comenzar, dejo que la vista se pierda en algo trivial: una taza sobre la mesa, una sombra que se desplaza por la pared. Es mi manera de recordar que todo puede ser una revelación, incluso lo más cotidiano. Observar no garantiza entender, pero sí estar presentes, y tal vez esa sea la forma más honesta de crear.

En el arte, mirar es otra manera de respirar.